En agosto, durante los buenos tiempos, la familia intentaba irse todo el mes a la playa: a Barbate primero, luego a Isla Cristina, a Isla Canela o a Marbella, a cualquier sitio del litoral andaluz donde "la caló" no impidiera dormir por las noches. Huían de su pueblo en el valle del Guadalquivir, donde durante todo el mes las chapas de los coches bromeaban con freír huevos.
En agosto no se podía ir a las charcas de las viejas
canteras de granito, ya para julio, o incluso antes, en junio o en mayo, toda
el agua se había evaporado dejando atrás un reguero de cadáveres de ranas
achicharradas e hileras de aves que escaparon en estampida al norte, a las
Islas Británicas.
En agosto un sol de justicia se imponía en un impoluto cielo
azul, un azul agresivo, nuclear, que amenazaba con calcinar todo bajo su panza.
Las calles del pueblo se vacíaban de gente, gente que se retrotraía hacia sus
casas como caracoles, buscando en este caso la protección de una cáscara con
aire acondicionado.
A veces, a la mañana temprano o bien caída la tarde, se
podía caminar hasta el río, un río que de río solo conservaba el nombre; pues
haciendo honor a la verdad era poco más que un sendero impracticable de cantos
rodados. Para llegar hasta este río, se avanzaba por caminos empolvados, de un
polvo amarillo y seco, que se pegaba a la garganta hasta dejar secas las cuerdas
vocales. Siguiendo esta senda, a los lados solo encontrabas maleza anaranjada y
seca, que parecía estar esperando una señal para comenzar a arder.
En este paisaje, a pesar de todo, quedaban algunos árboles,
que como milagros verdes hundían desesperados sus raíces en una tierra
agrietada, buscando sin descanso la poca agua que aún podía albergar en su
seno. Y en las copas de estos árboles, mensajeras del verano, cantaban
incansables las chicharras, quienes recibían con jolgorio cada grado de aumento
de la temperatura.